Estaba en una finca en el campo de alguien junto a dos personas más. Era de noche y estábamos fuera de la casa. De pronto, entre las sombras, veo pasar un tipo con una escopeta que salta desde un zanjón y se pierde en la oscuridad. Alguno cree que se metió en la casa. Vamos adentro para descansar pero nos encontramos con que el tipo esta allí. Es una situación de rehenes y hay tensión. Las otras dos personas que están conmigo parecen resignadas, pero a mí me invade la ira y con el primer objeto que encuentro intento pegarle en la cabeza. No le hace nada. Se da vuelta y me mira con insolencia. Intento seguir pegándole antes que me dé un tiro. Tiene una pistola, y acaba de entrar otro, un cómplice. Agarro una aguja larga y filosa y se la clavo en el corazón, conteniéndome de sentir lo repugnante del asunto. Al otro también le clavo la aguja en el corazón, pero ambos, a pesar de haber recibido una herida mortal, siguen intactos de pie. Mi desesperación va creciendo. Ya no se qué hacer para frenar a estos tipos. Los rehenes cada vez son más y los armados también, ahora son tres.
La situación se descontrola. Pienso a cada momento que me van a pegar un tiro. Los ánimos se agitan y todo parece estallar, cuando se pronto se abre una puerta a lo lejos y entra una especie de psicopedagoga. Todos hacen una ronda. Ya nadie tiene que morir o matar. Como si hubiera sido una simulación, un ejercicio de autoconocimiento. La psicopedagoga agradece a todos y desde la puerta va saludando a cada uno. Me pongo a pensar, “entonces fue solo un ejercicio, ¿por qué esa ira, esa furia?”. Parecía que yo había sido el protagonista porque había sido el único en querer matar a los armados para defender mi vida. Pero tal vez dentro de ese gran grupo reunido en aquel cuarto, cada una había tenido una visión distinta de lo que había pasado. Como si hubiéramos estado jugando un juego de realidad virtual, pero cada uno en su juego propio, en el que lo único que variaba era el papel que habían optado las personas.
Una chica se había puesto a llorar por la intensidad de la situación y la psicopedagoga la consolaba. Ahora yo me paraba en la puerta del cuarto y saludaba a cada uno de los participantes, como si hubieran venido a mi fiesta de cumpleaños. A los chicos los palmeaba en el hombro y a las chicas las palmeaba en la cola.
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