28 abr 2011

Un avance de "Sobrevivientes de un Naufragio"

Estábamos preparándonos para el fin del mundo. Ya estaba todo programado. Un día fijado, la Tierra se sacudiría y caeríamos como gotas de agua al centro de la Tierra.

Se habían designado lanchas para irse de la ciudad hacia el mar abierto cuando todo comenzara a inundarse y se abriera un hoyo en el medio del agua para pasar al centro de la Tierra, debajo de las aguas, donde comenzaríamos a vivir una nueva existencia.

En la lancha que me había tocado estaba con Kun y con una amiga de ella, de mayor edad, que la aconsejaba. Además, un buen número de chicas altas y lindas que despertaban su celo. Pero su amiga le había dejado en claro: “Tu novio está rodeado de bellezas, y según te dijo, no te engañó, no las besó ni las tocó. Si vos le reprochás algo que no hizo, si comenzás a romperle las bolas por nada, él va a empezar a pensar que es una buena idea hacer eso que hasta el momento se contuvo de hacer”.

Para mí era complicado estar entre tantas mujeres conviviendo en esa lancha, ya desde muchos días antes de zarpar. La idea era vivir todos juntos para ir acostumbrándonos a la vida sobre el agua. Había una chica que le gustaba bailar tango desnuda y tenía muchos pretendientes que venían a visitarla a la lancha, pero ella los rechazaba. También entre nosotros estaba Gatúbela.

Un día fuimos todos a reclamar a Plaza de Mayo, pero no tuvimos respuesta, así que volvimos a la lancha y a la vida de orilla.

Pero de repente, cuando se cocinaban unas tortas fritas en el fuego, sonó la alrma indicando que el momento había llegado. Todas las embarcaciones partieron del Río de la Plata hacia el mar, abandonando tierra, yendo a buscar el agujero hacia el mundo subterráneo.

Partimos cuando fue nuestro turno. Toda la lancha había sido cubierta con un film para que se cayeran por la borda con el bamboleo de las olas ninguna de las personas o las cosas que llevábamos. Yo quedé acostado mirando el cielo en la cubierta de la lancha junto a Gatúbela bajo la capa de film transparente.

Cuando la proa de la lancha se elevaba por las olas, podía ver lo que había quedado atrás. Cuando no, solo veía el cielo gris y blanco completamente nublado. Con el movimiento de la lancha, pude ver el último edificio que se erigía desde la costa. Luego lo perdí de vista. Cuando volvió a estar al alcance de mi mirada, ya estaba casi cubierto de agua. Era un edificio alto, con más de treinta pisos, y la mitad ya estaba bajo una ola gigantesca que no paraba de crecer.

La ola se tornó tan grande que comenzó a arrastrarnos hacia dentro. Dejamos de avanzar y comenzamos a retroceder, chupados por la fuerza de la ola. Tomamos un a velocidad increíble, desandando todo el camino que habíamos hecho. La ola continuaba creciendo, y nosotros ascendíamos, ahora con mis pies hacia el cielo, hacia la cresta. No sabíamos si íbamos a sobrevivir al impacto de la caída. De pronto, la ola nos soltó en el aire y la lancha se lanzó en picada al vacío de trompa, de vuelta hacia el agua. Cayendo en el aire, lo único que podía sentir era un vértigo incalculable contenido en las piernas, de las rodillas para abajo. De pronto tuve una iluminación y pensé que esa sensación en las piernas podría deberse a que estaba durmiendo en una cama en una mala postura, y se me habían entumecido. Así que traté de moverlas, pero se me complicaba debajo de la ajustada capa de film que nos recubría. La lancha siguió cayendo hacia las profundidades del centro de la Tierra.

La caída no significó nuestra destrucción. Simplemente despertamos después de un largo naufragio en gigantescas cavernas laberínticas, de piedra rojiza y húmeda, en los que se despertaban de la inconciencia ya se disponían a rescatar todo lo que se había conservado, objetos útiles y comida.

Esto era parte de lo que esperábamos, para lo que nos habíamos estado entrenando. Luego del naufragio, la tarea era conservar el grupo o formar uno nuevo si el designado se había desintegrado, reunir los recursos necesarios para la supervivencia, y buscar un lugar donde asentarse. También estaba contemplada la posibilidad de guerra entre los grupos por la escasez de agua o alimentos. Por eso, cada grupo debía procurarse de las armas de defensa con las que habían sido provistas las lanchas antes de zarpar.

Luego de incorporarme y volver en mí, comencé una búsqueda de exploración de un sitio apto para asentarnos con mi grupo. Caminaba con precaución en este nuevo terreno desconocido, escondiéndome entre columnas de sal y estalagmitas. Divisaba varias fuentes de agua que brotaban desde el techo de las cavernas, agua potable filtrada a través de un millón de piedras, provenientes de la superficie.

Los grupos de personas brotaban del agua e intentaban entender qué era lo que les había sucedido. Los que estaban ya al tanto de la situación, procuraban ayudar al resto a salir del estado de shock en el que se encontraban. Otros procuraban llegar primero al reparto de alimentos y lugares para asentarse. Uno de los grupos que había emergido primero era violento. Entendían el acto de la supervivencia a la usanza del humano que había quedado bajo las aguas allá en la superficie. Saqueaban y robaban los víveres de otros grupos que yacían inconcientes en el suelo y amenazaban al que se interponía a su paso.

El líder del grupo violento era Benigno. Escondido detrás de una estalagmita, lo veía cómo se violentaba contra todos con un arma que escupía fuego e incineraba a sus opositores con solo apretar el gatillo.

Tuve un pensamiento extraño, un deja-vu poderoso que me sugería que esto ya lo había soñado cientos, miles de veces, que ya había estado en este lugar, en este momento para llevar adelante una tarea que debía ejecutar.

De pronto, Benigno me advirtió y comenzó a atacarme. Disparaba pequeñas ráfagas de fuego que no llegaban a tocarme, pero me hacían retroceder. En todo momento me hablaba. Pensé con rapidez y metí una mano en la mochila que llevaba en la espalda que contenía unas pocas cosas que se habían salvado del naufragio. Tomé lo que pude. Al sacar la mano, me encontré con un desodorante en aerosol y se lo rocié al momento en que me disparaba. El gas hizo combustión, lo que convirtió al desodorante en otra arma de fuego. No podía atacar, pero podía defenderme con un contrafuego. Cuando él apretaba, yo disparaba simultáneamente y así repelía su ataque.

De pronto, su arma se descargó y sus ataques de fuego cesaron. Era mi oportunidad para contraatacar. Recordé que tenía un encendedor en el bolsillo. Lo saqué e intenté encender, pero tenía tan poco gas que la llama era casi nula.

Ocupado con esto, perdí mi oportunidad de atacar y él se lanzó hacia mí en un combate cuerpo a cuerpo…

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