La noche trae la paz, el olvido de todas las obligaciones diarias, de posibles encuentros no deseados que durante el día no se hubieran podido evitar. La música y el humo son la compañía. Voy regulando las necesidades del cuerpo y de la mente, con café, con un cigarrillo, unas secas de fesa y luego otro cigarrillo, y si digo cigarrillo digo café y así las horas se pasan entre la escritura, la música, la máquina de humo.
No existe una luz que no quiero que exista. Eso trae paz, poder dominar las tinieblas, que siempre estuvieron ahí más allá donde termina la luz; y siempre estarán, son eternas, sin principio ni fin. Las tinieblas son siempre las mismas que de chico me hacían pensar que había alguien más ahí, en el cuarto. Miraba montañas de ropa acumulada e imaginaba caras, contornos de personas desconocidas que yacían silenciosas e inamovibles mientras yo acostado trataba de dormirme. Y cuando me convencía que era una montaña de ropa, e incluso, ropa reconocible, de todos los días, la segunda piel que uno se pone para salir a la calle, me dormía. Pero siempre primero tenía que ver al monstruo agitarse en lo negro y luego descubrir de qué estaba hecho.
Hoy hay un contorno de mi cuerpo escribiendo, sentado, con la cabeza metida en el cuaderno; la sombra de lo que soy se proyecta magnánimamente a lo largo de esta larga sala; es mi espalda, es esa curva similar a la de un gato por las malas posiciones que adopto en una silla, pero es una espalda descomunal, con un brazo y una cabeza igualmente apabullantes. Puedo divisar que el gigante de sombra tiene la cabeza metida en un cuaderno; escribe; entreteje las elucubraciones actuales.
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