25 ago 2010

sobre una estrofa del Upanishad

“Yo soy Kala (el Tiempo) que destruye los mundos y devora a los hombres. Ninguno de los guerreros que se aprestan a luchar contra mí escapará a la muerte”.
Bhagavad Gita



De pronto me encontraba ahí, sentada, como nunca, con la espalda recta y la mirada fija en la punta de la nariz.
Esa fue el primer momento de la muerte. Ya no estaba en la nariz de alguien más. La casa, mi cabeza, era amarilla y me rodeaba una cinta de peligro (blanca y negra, como el tao).
En ese momento el tiempo pasaba, iba y volvía, y yo iva.
Ya no me escuchaba a mí, sino también al amigo, al vecino, a la manzana y al barrio (mi cosmos). De pronto todos pedían, reían, lloraban, se peleaban, y yo no podía con todos. Sentí ganas de llorar. Tenía tan solo cuatro años. Era un ser humano tan diminuto como una partícula de polvo lo es.
Un ser humano, ya casi polvo.
Mi Ego me materializaba, pero mi alma se quería liberar. Así era la duda. Era la mente la que no me lo permitía. Hasta que el miedo me consumió y ganó el Ego.
Kala apareció y se manifestó en cenizas. Salían de mis cejas, pero no había ningún fuego. Ni el ave Fénix me salvó.
Ese día me liberé, de mi vergüenza tal vez.
Aunque fue fugaz, jugué con la locura, aquella que creí ser mi única compañera de aventura. Con ella caminé y me desnudé.
No solo me despojé de mis objetos queridos, sino también de mi moral, mi rigidez y mi memoria (aunque esta nunca ha de fallar). Este castillo de arena que construí desde niña se desvanecía grano a grano y se lo llevaba la marea.
Sentí alivio, levedad. Ya casi no existía la culpa…
Ahora soy un hada con dos alas y amo a un cisne de agua dulce y a veces de sal.

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