La masividad y la locura solitaria me llevaron al ostracismo total de la palabra, tal es así que cuando me ponía a escrbir sólo me reconfortaba con mi perla, brillante, infinita. Los sucesivos años en que me acometió la macabea, pude volver a apreciar el mundo con mis manos. Al volver, sentía que ya no era el mismo y todo remitía a un solo nombre detrás de todo el asunto de mi afección espiritual.
Arribé a tierras ignotas tras el rastro del nombre de Tomás Qwertitz, a quien se lo sabía fundador de un pobre poblado que devino en un extenso y medieval feudo en donde se decía que había renacido un tipo de práctica mágica que se creían perdidas para siempre en este crepúsculo civilizatorio.
A la entrada del territorio hallé tres mujeres recogiendo zarzamoras de un tendal de arbustos colorados. Tenían las tres edades de la vida, y aún más, según mi parecer era el mismo rostro en una niña, en una mujer, en una vieja. Les pregunté indistintamente por el nombre del mito que me había traído hasta este confin. Me dijeron:
-Nosotras lo amamoses como nuestro padre, permisivo
hasta el extremo
pone su mano en nuestras cabezas
nos conduce con los ojos cerrados
a donde quiera que nos lleve
su mente es un carrusel
donde desfilan en circulos
formas monstruosas y divinas
y nosotras montamos todas
las vueltas que nos de la gana
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