Cuando comencé a acercarme, empecé a notar que algo raro pasaba con la apariencia del gigante, algo inusitado, inusual.
Él tenía su pie levantado a kilómetros de distancia y desde mi perspectiva de hombre a punto de ser aplastado, podía ver con detalla los muscaritas de sus pies de atleta frustrado, las líneas de la vida y sus vueltas en remolino, casi un espejo de mi futuro destino pasado. Estaba a un tris de ser aplastado por su patota con olor a roquefort, cuando, por una confusión auspiciada por el espejo que nos separaba, comencé a correr hacia él en lugar de alejarme. Ya estaba en marcha y no podía detenerme, ya que por juramento hipocrítico, estaba vedado a ir hacia atrás. Me acercaba a su planta brotada del pie de página, de hoja de bambú, como atraído por un imán o un himen, vertiginoso y por microsegundos divertido, cuando no horroroso, como montado a un caballo desbocado siendo yo un jinete inexperto en estas sensaciones, a pesar de haberlas vivido durante cien vidas y olvidado en cien muertes.
Así avanzaba hacia él, yo ahí, él allá, como un duelo del lejano oeste pampeano, solos en el páramo del interior de mi cerebro (¿o yo estaba dentro del suyo? Como sea, vivíamos en un mismo mundo, dentro fuera del que escribo y tomo ya estas notas mentales para fijar en una instantánea que no se vele con el sol y poder recordar el momento del encuentro cara a cara con él –si no está de más decir que desde aquella vez, ya no fui el mismo, a pesar de que me encontrase con él todos los días o una vez por año, para navidad o una vez por mes, la noche de recompensa por haber aguantado el oxígeno treinta días sin respirar bajo el agua a la espera de que me nazcan branquias de las llagas en mis dedos -, como sea… Los dos compartíamos este mundo, el exmundo, no podía disimularlo por más que pataleara o caminara mentalmente en círculos, entrando y saliendo de la habitación mental sin encontrar el sitio o la posición para alivianarme ni siquiera para acomodarme y dejar de pensar en escapar)… el tiempo no existía, el micromundo era un templo sin aire flotando en el aire. No existía el movimiento un el espacio, como en el espacio, y sin embargo, hace horas que corría al encuentro del pie del gigante, como deseoso de que todo terminara de una vez en el mundo sin fin, con esa convicción resulta. Y por esa convicción de querer que todo camine, comencé a avanzar hacia él, y él hacia a mí, ahora con una vertiginosidad indeseada y admirable para los tranquilos que no daba lugar al pensamiento, y por ende al miedo.
Continuará…
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