29 may 2009

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En este escenario incomprensible, veo desfilar un coro de desesperados que buscan explicaciones que no existen. Algo así fue lo que le pasó a Yagui. Nos encontrábamos en un cuarto oscuro iluminado por una luz tenue que llegaba desde la puerta entreabierta. Yo permanecía en un rincón de esa habitación, a la izquierda, en silencio espectador. El cono de luz que se filtraba por la puerta iluminaba a Yagui como un actor a punto de decir sus líneas. Estaba un poco alterado. Les hablaba a las personas que estaba enfrentando, a mi izquierda. No entendía bien lo que decía porque hablaba como si tuviera dormida la boca o la lengua se le hubiera convertido en chicle, pero pude razonar que se trataba de una mujer, algo que le había dicho, o le había hecho, el daño más profundo. Lo había dejado muy mal. Empeoró cuando, queriendo contar su experiencia, se trabó en el nudo de su relato traumático y no pudo terminar de decir lo que quería. Había desaparecido una palabra de su mente, la palabra ausente. Comenzó a agitarse y a perder la calma. Se tomó de la cabeza buscando esa palabra, sin éxito. Su desesperación iba creciendo. Seguía luchando por contener el vacío muerto que comenzaba a abrirse en su interior, esa sensación horrorosa que comenzaba a sentir. Por el hueco de la palabra ausente se le filtraba la mala sangre, el licor de los venenos, el fuego del infierno poético de la carne. Se retorcía y retrocedía hacia sí mismo. Cayó al suelo gruñendo como un primitivo animal herido que no contiene su inmenso sufrimiento. Se sacudía en el suelo, en ataque de epilepsia, o poseído por una fuerza desconocida. Todos mirábamos asombrados sin saber qué hacer.
Después de un rato de verlo sacudirse en el suelo, noté que había algo raro en sus movimientos, en las posiciones que adoptaba su cuerpo. No era un ataque el que tenía, simplemente había dejado su cuerpo allí mientras que había salido a habitar otras superficies. Dónde ahora se encontraba, no sé, pero estaba batallando contra aquello que lo había hundido.
La vez siguiente que volví a verlo estaba intacto, de una sola pieza, un cuerpo y una conciencia unidos. Estaba radiante como el sol naranja del amanecer, porque había descubierto la clave de la supervivencia. Había hallado, como la inmensa mayoría no pudo, la puerta de salida hacia la supra-existencia, que implica pasar por encima de la existencia terrenal consumidora, y disfrutar.

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