11 nov 2008

continuación de La noche Americana...

En el patio de exteriores, a la salida del shopping donde estaba el cine, había un recreo con locales comerciales y confiterías, barcitos y cafés para pasar una linda tarde. En el medio del patio adoquinado, una fuente inmensa con niños alrededor jugando. Parece domingo. Los colectivos pasan silenciosos por la calle empedrada y había árboles y pájaros y bebés en cochecitos.
Entré a una confitería. En seguida vi a Maqui y la fui a saludar. Me dijo que no me conocía, que podía estar confundiéndola con su hermana. Eran muy parecidas. Me quedo hablando y mirándola. Era más linda que la hermana. Se lo dije y me aproximé a ella. A las pocas palabras, ya la estaba besando. Tenía una manera singular y complicada de besar. Para su beso, era indispensable que los labios no se tocaran. Estiró su lengua y la pasó por entre mis dientes. Me impresionó la rigidez que podía alcanzar su lengua. Cuando la quise abrazar, traerla hacia mi cuerpo, no se dejó. Puso una mano sobre mi pecho impidiendo que siguiera acercándome.
Afuera comenzó a sonar una alarma que hizo que todos dejaran de hacer lo que estaban haciendo y se alarmaran. En la confitería, se prendió una luz roja intermitente en señal de peligro. A través de una grabación repetida incesantemente por un altoparlante, dieron la orden de evacuar todo el lugar de manera inmediata. Sin vacilar, la gente se precipitó fuera de la confitería y en el patio de recreo se comenzó a amontonar una multitud de desesperados que querían ser los primeros en escapar de ahí. Al quedar atascados, se desató el pánico generalizado y se armaron estampidas humanas buscando una salida.
Yo, paralizado por la situación, me quedé de pie, en la confitería. Noté que mucha gente había huido, pero había otra que no hacía nada por irse. Estos que se habían quedado actuaban de una manera extraña, como si ya no fueran personas sino bestias. Estos eran la causa de la alarma que se había disparado. Se comportaban como seres salvajes, lanzándose sobre los mostradores de vidrio para atacar las tortas. Uno se había estrellado contra el aparador de las macitas y había quedado cortado y sangrando en el piso. Los demás aprovecharon a tomar las confituras. Se abalanzaban sobre los merengues, el chocolate, hundiendo la cabeza y comiendo como animales. Sólo buscaban los rellenos, la crema pastelera, el dulce de leche, la crema chantilli. Eso era lo que más los placía.
Después de estar observando este espectáculo circense, comencé a distinguir matices en los comportamientos de estas bestias humanas. No todos parecían estar fuera de sí. Había uno que comía muy tranquilo una selva negra, tomando porciones con los dedos y devorándolos de un solo bocado. Estaba muy calmo y no parecía afectado por esa condición inhumana que había copado a los demás. Para no quedarme sin probar bocado, imito al imitador de las bestias y me sumerjo en el deleite de los dulces de repostería sin limitaciones.
Cuando el pánico en el patio ya había pasado, salí de la confitería. Estaba desértico. Vi a una persona dentro de un auto rojo estacionado en la calle que es el único que parece haber quedado. Me acerqué y era Tino. Me dijo que suba al auto, que no faltaba poco para que las fuerzas de seguridad vinieran y hagan su adiestramiento de las bestias. Me senté en el asiento del acompañante. Era un auto realmente diminuto. Todavía no entendía cómo entrábamos los dos, cómodamente. Sentía que era tan liviano que podíamos levantarlo con las manos. Arrancó. Mientras manejaba lejos del centro por una avenida hacia los suburbios, me explicó qué es lo que sucedía en aquel lugar que dejábamos atrás. Me dijo que era algo bastante usual, que cada tanto sucedía. Desde hacía algún tiempo, se descubrió una enfermedad que ataca a la gente, transformándola en el animal primitivo que reprime en su interior. A pesar de haber estudiado el caso, no pueden hallar el origen de esta metamorfosis. Cuando el sujeto afectado vuelve en sí, por lo general, estando alojados para cuando eso suceda en una cárcel o en un hospital, dice no recordar nada de lo que se lo acusa. Sólo expresan algo de dolor físico, pero completamente en forma, y en el fondo, según afirman muchos de los afectados, una inusual satisfacción. El hecho más curioso es que no siempre afectaba a las mismas personas, aunque sí siempre se daba de manera colectiva. Por lo pronto, con lo poco que se sabía acerca de esta condición, que era bastante poco, se había creado una cuadrilla de adiestramiento de las bestias, para tratar de contener la situación cada vez que esto suceda. Por otra parte, los destrozos y los saqueos que ocasionaban los sujetos afectados, no eran pérdida, sino ganancias para los propietarios. Todo estaba asegurado.
Tino dijo que el hombre estaba volviendo a ser el primer hombre, y lo manifestaba de manera convulsiva. Iniciamos una charla que duró por el resto del viaje, acerca de cuestiones cuasi-filosóficas, psuedo-políticas, intra-artísticas. Le hice notar que había un aire enrarecido en el ambiente, allá afuera, detrás de la ventanilla, en la gente en la calle, en la noche que se estaba poniendo oscura. Recién ahora me doy cuenta que volví a ser un fugitivo. Siento que soy un deja-vú que se repite incesantemente. Es un mundo loco en el que vivimos, me dice Tino. Es el sueño de este loco mundo. Es el mundo de sueños de los locos. Cuántas locuras comenzaron por un sueño, ¿no?
Nos metemos en el garage del subsuelo de su edificio. El piso era de tierra. Estacionamos, y antes de apagar el motor me dice que tenemos que deshacernos del auto. Es obvio que en todo el camino hasta acá nos siguieron. Pisó a fondo el acelerador y el auto se fue contra la pared. Tocó y Tino lo aceleró más. La rueda comenzó a patinar sobre el piso de barro. Hizo un hueco y el auto comenzó a enterrarse. Antes de que hiciera un agujero grande como para que el auto quedara bajo tierra, saltamos por la ventanilla afuera y vemos cómo el pequeño auto rojo se va escarbando la tierra como si fuera un escarabajo de metal. Recién ahora vi que tino tenía un piloto amarillo. Al lado del agujero que hizo el auto, vi un libro tirado. Estaba escondido entre unos cartones para tirar. Cuando saltamos fuera del auto, Tino sin querer pateó los cajones y se descorrió el libro. No me atreví a ver de qué se trataba. Me pareció peligroso. En mi cabeza, no dejaba de asaltarme el pensamiento criminal. Nuestros actos eran celados por furiosos guardianes del orden al que escapábamos.
Me dijo, ¿querés subir? Y claro, sí. ¿Dónde más ir en este momento fugitivo? Dejamos el garage, que simulaba ser una catacumba, el lugar al que habíamos sido reducidos. Afuera, todos enloquecían. Arriba estábamos a salvo.
Subimos por un ascensor angosto hasta el piso siete. Abrí la puerta. Ahí estaban todos. Todos reunidos acá por la misma causa, buscando un refugio en la explosión de universos, acovachados en el living del departamento de Tino, conspirando y resistiendo.
Yo había sido el último en llegar. Todos habían sido recogidos por Tino a lo largo de la ciudad. Algunos llegaron hasta acá sabiendo que era un sitio seguro. Y cada uno narraba acerca de su propio escape, los momentos más emocionantes de la huida.
Unos desesperaban y otros consolaban y daban ánimos. No todo estaba perdido. Aunque allá afuera estalle el mundo, todavía nosotros seguíamos intactos. Cocinamos, comimos, algunos durmieron, otros veían por televisión las noticias del desastre. Otro escribía como si fuera su última voluntad. En definitiva, se hacía tiempo. Que el tiempo pasara, que se hiciera tiempo y por fin suceda.

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