Tenía que ir a visitar a Manec. Era un compromiso que tenía pendiente con él. Se suponía que tendría que haber ido a verlo unas semanas atrás, no bien me había enterado la noticia de que estaba en el hospital. Por las vías informales, me enteré de que había estado en un incendio y se había quemado todo el cuerpo. Me habían dicho también que se decía que había sido un accidente. Pero más allá de lo que se decía, había pasado algo más, algo que era causa de su vergüenza y su silencio conveniente. Esto es lo que pasó. Andaba Manec muy borracho y algo drogado vagando por sus noches cuando creyó ver un peugeot 506 verde clarito por cuarta vez en la noche. Esta cuarta vez se convenció que no era una alucinación. Y si era, lo estaba persiguiendo a cada lado al que él iba. Abandonó el lugar donde estaba rodeado de gente y se lanzó por las calles oscuras solo. En un pasaje solitario apareció una vez más el peugeot 506 y él entendió que era hora. Se había estacionado en la mitad de la calle con las luces altas. Manec no podía ver a su cazador a la cara. Eso lo enfureció más. Cuando estuvo suficientemente cerca, le tiró un botellazo con lo último de cerveza que le quedaba y asestó al parabrisas. Manec puteaba. Se abrió la puerta del auto y cuando las luces recortaron su silueta, apareció el hombre que lo perseguía, con una barra de hierro en la mano, caminando hacia él. Manec no dejaba de arengar a la pelea, estaba totalmente sacado, yendo a buscar su muerte o su sobrevivencia. Se sorprendió cuando estuvo lo suficientemente cerca como para lanzar su golpe animal contra su enemigo, y reconocer que ese hombre que esquivaba su trompada y le rompía las costillas con la barra de acero, era padre de Femer.
Estuvo varios días sin que nadie supiera de su paradero. La familia no se preocupaba porque creían que estaba en algún lugar, girando olímpicamente. Solamente sus amigos preguntaban por él, porque no lo habían visto con nadie. Un buen día lo encontraron en un hospital, con la piel quemada en un ochenta por ciento. Se había salvado por su naturaleza de lagarto.
Cuando despertó de su larga inconciencia, comenzó a recordar y contó. Era el Agente Antidrogras, ese que había identificado como el padre de nuestro amigo Femer, a quien habíamos tratado en asados y fiestas de cumpleaños, y ahora lo había torturado por el simple hecho de ser joven. Le estuvo dando a puño limpio cada vez con más furia al oír la risa de Manec mientras le decía que él sabía todo lo de las cosas que le hacía a Femer en la bañera cuando era chico, o que mientras él se iba a trabajar, se juntaba a drogarse en una esquina con el hijo del guardián de la conciencia única. Le decía: “hijo de puta, ¿te acordás que cuando éramos chiquitos yo pasaba a buscar a Femer y é te pedía plata? Bueno, íbamos a comprar faso. ¿Y cuando te decía que estaba estudiando en lo de un amigo? No, estaba conmigo tomando merca. ¿Y cuando decía que se iba a lo de la novia? Uy, no te imaginás con quién dormía…”. Y así el muy necio por no callar y no bajar la frente ni deponer nunca las armas, fue víctima del lobo. Después de golpearlo, ya medio muerto, lo roció con nafta y lo prendió fuego. Pero no quería matarlo, quería dejarlo vivo, para que sirva como ejemplo impartiendo el miedo y el sentido común, dos enemigos de la multiconciencia. Muchos se asustaron al verlo y quisieron no haber visto nada o no ver nada nunca más. Pero para otros, el saber que seguía en pie nos motivaba a todos a no ceder ante las amenazas ni ante los miedos, ni dejar de alzar nuestros sueños como bandera por un hijo de la gran puta suelto.
Postergaba eternamente esta visita con excusas que no justificaban mi falta. Así que mientras pude, me tomé un colectivo hasta su casa para verlo. Al llegar a su chacra de Castelar, pasé directamente al jardín por la puerta de madera de la entrada. Ahí encuentro a la hermana de Manec, a un costado de la casa. La saludo y me dice que pase para el jardín, que ahí estaba él con Facu, su hermano. Agrega:
-Fijate a cuál de los dos saludás (primero).
Atravesé el jardín pensando en esta última frase de la hermana, sin entenderla, hasta que alzo la vista y lo vi: vi a Manec y a Facu, o a Facu y a Manec, los dos juntos. Eran idénticos. Uno igual al otro, la misma cara, la misma bocota gigante, las barbas en chiva casi rubias, decoloradas y el pelo corto y parado.
-Hola, Manec –digo, sin decidirme a quién mirar. ¿Cuál era cuál? ¿Por qué habían decidido hacerse uno en apariencia? ¿Qué simbiosis extraña habían adoptado? Mientras yo debitada y no comprendía, ellos se divertían.
-Parece que no puede atinar la mirada –dijo uno, tal vez Manec, o Facu, y se rieron los dos.
Estaban sentados sobre el piso de lo que había sido una pelopincho, apoyada sobre un gran charco de barro, al lado de la casa del perro. Estaban todos sucios. Habían estado jugando una guerra de barro. Nos sentamos a charlar, los tres, o los dos, porque me dirigía a Manec o a Facu indistintamente como a la misma persona. Le pedí que me muestre como le había quedado el cuerpo después de las quemaduras. Se arremangó el pantalón y vi su pierna que tenía pocas zonas que no estaban inflamadas. También podía ver que el muy bruto se había estado rascando. Tenía las marcas blancas del paso de las uñas. Se levantó la remera y me mostró la panza. Ahí, peor. Con algún instrumento punzante (un palo, una lapicera, un punzón), se había tatuado inscripciones que le atravesaban el torso y le llenaban la espalda. Le pedí que se saque la remera para leer lo que había escrito. Entre otras frases, leí: “30.000 compañeros detenidos-desaparecidos, ¡presentes!”, pero también otras con menos sentido y por la mano de otros, firmado: “Vicky”, “Tincho”, etcétera de personas que no conocía. A pesar de la insensatez de su acto, tatuarse esas pelotudeces para siempre, entendí que mi nombre no se encontraba entre aquellos que habían escrito en su cuerpo, y esas marcas en su piel eran un registro efectivo del paso del tiempo, de la distancia que había entre él y yo.
Estuvo varios días sin que nadie supiera de su paradero. La familia no se preocupaba porque creían que estaba en algún lugar, girando olímpicamente. Solamente sus amigos preguntaban por él, porque no lo habían visto con nadie. Un buen día lo encontraron en un hospital, con la piel quemada en un ochenta por ciento. Se había salvado por su naturaleza de lagarto.
Cuando despertó de su larga inconciencia, comenzó a recordar y contó. Era el Agente Antidrogras, ese que había identificado como el padre de nuestro amigo Femer, a quien habíamos tratado en asados y fiestas de cumpleaños, y ahora lo había torturado por el simple hecho de ser joven. Le estuvo dando a puño limpio cada vez con más furia al oír la risa de Manec mientras le decía que él sabía todo lo de las cosas que le hacía a Femer en la bañera cuando era chico, o que mientras él se iba a trabajar, se juntaba a drogarse en una esquina con el hijo del guardián de la conciencia única. Le decía: “hijo de puta, ¿te acordás que cuando éramos chiquitos yo pasaba a buscar a Femer y é te pedía plata? Bueno, íbamos a comprar faso. ¿Y cuando te decía que estaba estudiando en lo de un amigo? No, estaba conmigo tomando merca. ¿Y cuando decía que se iba a lo de la novia? Uy, no te imaginás con quién dormía…”. Y así el muy necio por no callar y no bajar la frente ni deponer nunca las armas, fue víctima del lobo. Después de golpearlo, ya medio muerto, lo roció con nafta y lo prendió fuego. Pero no quería matarlo, quería dejarlo vivo, para que sirva como ejemplo impartiendo el miedo y el sentido común, dos enemigos de la multiconciencia. Muchos se asustaron al verlo y quisieron no haber visto nada o no ver nada nunca más. Pero para otros, el saber que seguía en pie nos motivaba a todos a no ceder ante las amenazas ni ante los miedos, ni dejar de alzar nuestros sueños como bandera por un hijo de la gran puta suelto.
Postergaba eternamente esta visita con excusas que no justificaban mi falta. Así que mientras pude, me tomé un colectivo hasta su casa para verlo. Al llegar a su chacra de Castelar, pasé directamente al jardín por la puerta de madera de la entrada. Ahí encuentro a la hermana de Manec, a un costado de la casa. La saludo y me dice que pase para el jardín, que ahí estaba él con Facu, su hermano. Agrega:
-Fijate a cuál de los dos saludás (primero).
Atravesé el jardín pensando en esta última frase de la hermana, sin entenderla, hasta que alzo la vista y lo vi: vi a Manec y a Facu, o a Facu y a Manec, los dos juntos. Eran idénticos. Uno igual al otro, la misma cara, la misma bocota gigante, las barbas en chiva casi rubias, decoloradas y el pelo corto y parado.
-Hola, Manec –digo, sin decidirme a quién mirar. ¿Cuál era cuál? ¿Por qué habían decidido hacerse uno en apariencia? ¿Qué simbiosis extraña habían adoptado? Mientras yo debitada y no comprendía, ellos se divertían.
-Parece que no puede atinar la mirada –dijo uno, tal vez Manec, o Facu, y se rieron los dos.
Estaban sentados sobre el piso de lo que había sido una pelopincho, apoyada sobre un gran charco de barro, al lado de la casa del perro. Estaban todos sucios. Habían estado jugando una guerra de barro. Nos sentamos a charlar, los tres, o los dos, porque me dirigía a Manec o a Facu indistintamente como a la misma persona. Le pedí que me muestre como le había quedado el cuerpo después de las quemaduras. Se arremangó el pantalón y vi su pierna que tenía pocas zonas que no estaban inflamadas. También podía ver que el muy bruto se había estado rascando. Tenía las marcas blancas del paso de las uñas. Se levantó la remera y me mostró la panza. Ahí, peor. Con algún instrumento punzante (un palo, una lapicera, un punzón), se había tatuado inscripciones que le atravesaban el torso y le llenaban la espalda. Le pedí que se saque la remera para leer lo que había escrito. Entre otras frases, leí: “30.000 compañeros detenidos-desaparecidos, ¡presentes!”, pero también otras con menos sentido y por la mano de otros, firmado: “Vicky”, “Tincho”, etcétera de personas que no conocía. A pesar de la insensatez de su acto, tatuarse esas pelotudeces para siempre, entendí que mi nombre no se encontraba entre aquellos que habían escrito en su cuerpo, y esas marcas en su piel eran un registro efectivo del paso del tiempo, de la distancia que había entre él y yo.
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