Hubo un tiempo en que miraba por la televisión documentales de carnavales argentinos un viernes a las tres de la tarde, día en que pude soportar el peso de mi cabeza sobre mis hombros al descubrir un rayo que provenía de la ventana y terminaba clavándose en mi pecho. No calentaba, ni quemaba. Pero no podía ignorar que algo me había señalado. Perseguí su origen. Ascendía hasta llegar donde estaba el ángel que me miraba detrás del cielo enrejado. Le sonreí y su cara dibujó un destello brillante. Volví a sentarme al sillón para evadirme un rato más. No pude evitar ir hasta la ventana y quedarme contemplándolo. Notaba que su risa y mirada bondadosa se tornaban una burla y que su rostro se iba opacando con una sombra siniestra. Volví a sentarme frente al televisor, pero sentí la irrefrenable necesidad de ir a ver a aquel que aun giraba en el aire diciéndome algo. Allí estaba, sus alas emplumadas se habían vuelto de un pelo duro y escamas, y en sus puntas nacían garras, como en sus manos y en sus pies. Su cola se alzó en alto con un coletazo cuando me eché a reir al advertir que estaba bajando de su limbo por un tobogán de fuego, con su mano extendida, invitándome a compartir sus conocimientos y placeres.
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